Acaba de despertarse. Debajo de un cayuco que pesadamente descansa sobre la playa de West Point. Furtivamente echa un ojo a un lado, a otro. Una noche más.
Afortunadamente nada interfiere su atención más allá de los habituales y familiares montones de basura que le rodean. Y el olor. Penetrante, profundo. Su inquieta mirada no es casual; no en el único espacio abierto que 75.000 habitantes de este suburbio de Monrovia usan como letrinas a cielo abierto. Suspira. Sin noticias de las brigadas populares que noche tras noche, respaldadas por la policía, recorren el área para “limpiar el lugar de criminales”. En la práctica, golpean, a veces hasta la muerte, a todos aquellos que, como Ibrahim, no poseen más techo que las estrellas, ni más compañía que el tímido vaivén de las olas.
Favelas de chapa se hacinan en este pequeño pedazo de tierra, ganado a fuerza de acumular sudor y basura a un mar que, conmovido, lo ha cubierto de arena. Una mierda, perdón, tierra sin dueño para los poseedores de la nada. Al menos ya no podrán ser expulsados. Nada que perder cuando el suelo sobre el que se camina está cubierto de miserias, propias y ajenas. Pozos contaminados. Moscas. Una tierra prometida cualquiera.
Se marchó de casa cuando tenía 8 años. “Mamá ya no podía darme de comer y mis tíos me pegaban cuando no hacía lo que querían”. En las calles de West Point aprendió cómo sobrevivir, no todos los días, en compañía de otros pequeños como él: lavando platos y cacerolas, malvendiendo algo de keroseno, acarreando agua, robando… a cambio, algo que llevarse a la boca. Algunas noches incluso sale a pescar en canoa aunque no sepa nadar. Hoy sin embargo, a sus 14, no le apetece hacer nada. Sentado se entretiene con los gusanos que se cobijan bajo su piel. Perdedor en comparación. Si le preguntases te contestaría un melancólico just waiting. Tras unos segundos deberías responderte si su “espera” responde a la creencia en una posible oportunidad o en una real impotencia. La soledad como prolongado estado de espera.
La noche se ha echado de golpe sobre la arena. Ibrahim se afana en buscar su segunda prioridad del día: un lugar en el que dormir. A lo largo de esta playa-vertedero-letrina decenas de pequeños salen de la oscuridad y se afanan febriles en busca de un agujero: lo suficientemente grande para que quepa no sólo su cuerpo sino también sus sueños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario